jueves, 9 de mayo de 2013


ROBERT WALTSER: LA VIDA (Y LA MUERTE) EN UN PASEO


"El paseo", de Robert Walser, es una narración fechada en 1914. Ciertamente en lo primero que nos hace pensar esa cifra es en el inicio de la Gran Guerra en Europa. Pero la lectura de este texto impactante sugiere que su autor estaba muy ocupado en otra guerra, la suya, se diría que desigual, con la vida misma. 

Nada más inocente que este título, en apariencia. Pero si se tiene en cuenta que el autor murió durante su último paseo (en este caso un paseo solitario por la nieve, tras años de internamiento en un sanatorio psiquiátrico), el término muestra otras resonancias. Y entonces también, el conjunto de la narración adquiere una dimensión metafórica inesperada, como un intento de plasmar algo de la lógica de una vida. La de alguien para quien escribir fue un recurso, que por otra parte acabaría abandonando, en su lucha contra la locura. En todo caso, lo que Walser nunca abandonó fueron sus paseos, que en sí mismos encarnaban una forma de relacionarse con el mundo: hecha de exterioridad, de evitación de todo vínculo en lo que éste tiene de potencialmente doloroso, abusivo en una u otra dirección, o quizás simplemente vano.

El protagonista de "El paseo"el paseante por así decir, va cruzándose en su recorrido con toda una panoplia de situaciones, con una serie de figuras, de edades diferentes, condiciones y sexos,  que representan vínculos sociales de una u otra naturaleza: niños, animales, mujeres, hombres, funcionarios. Y, tras una primera y prolongada aproximación (durante la cual el narrador expone el marco de una relación que se anticipa como posible, imaginada en todos sus detalles, sin dejar de lado toda clase de minucias), al fin el encuentro con un prójimo ya real se traduce en un fracaso absoluto, una derrota, un nuevo abismo. 

En efecto, a lo largo de la jornada, cada encuentro posible da paso enseguida a un profundo desencuentro. Se revela entonces que todas aquellas palabras, ideas, imaginaciones, en las que el protagonista quería encontrar una vía de acceso a sus semejantes (previendo sus características, sus posibles deseos o intenciones, lo que podrían decir o qué podría decírseles), nunca alcanzan al otro: se repliegan sobre sí mismas, ya que, en su aparente inocencia, a pesar de toda su supuesta banalidad, son portadoras del cuestionamiento más radical de todo vínculo. Se trata de una ironía devastadora, que al principio nos engaña disfrazada de ingenuidad o de timidez. Pero que, vista de cerca y verificada en su obstinada iteración, revela un saber profundo sobre la inanidad de todo lo humano, un saber sin esperanza, inapelable y oscuro, frente al cual todo sentido palidece.

De ahí la importancia simbólica de un encuentro diferente de nuestro paseante, el que se produce a mitad de su recorrido con una figura ominosa. Se trata del gigante TOMZACK,  en el que no podemos sino reconocer a un doble invertido del propio protagonista y que muestra, por así decir, su otro rostro, aquel del más huye porque le resulta más verdadero: el de un muerto viviente a quien todo sentido humano le es ajeno, y que, al mismo tiempo, encarna lo más extraño para todo aquel que se reconozca como humano.

Muerto en vida, vivo en la muerte, este personaje terrible presentifica un horror inmortal, infinito: "Para él no había nada que tuviera sentido, y él mismo no significaba nada para nadie. En sus grandes ojos refulgía un dolor que alcanzaba supramundos e inframundos. Infinito dolor hablaba en sus ademanes fláccidos, cargados de agotamiento. Me pareció que tenía cien mil años y que debía seguir viviendo para toda la eternidad, aunque sólo para no ser, eternamente, ningún ser vivo. Moría a cada instante y aun así no podía morir. Para él, no había una tumba con flores. Me aparté de él y murmuré: 'Adiós, que estés bien, de todos modos, amigo Tomzack' ".

Robert Walser

Al acercarnos al final del relato, la narración se demora, se enlentece, adopta un tono muy distinto. Ya no hay ironía: ahora emerge la tristeza y al mismo tiempo el pesar por el dolor que aquel que habla (y esto se enuncia de un modo extrañamente hipotético) habría podido causar en otros seres con los que llegó a compartir algo en su existencia. Surge, entonces, la otra cara del cuadro, su lado más melancólico. El peso de lo que no pudo ser se mezcla con la amargura por aquello que, aun habiendo llegado a ser, o por el mismo hecho de haber sido, tuvo su parte inevitable de dolor. 

Es cierto que, un momento antes de terminar, el paseante trata de pensar una muerte posible bajo otro rostro, esta vez el de una paz largamente anhelada: "Qué dulce debe ser estar muerto aquí, yacer ignorado en la frescura de la tierra del bosque. ¡Ojalá pudiera uno sentir y disfrutar la muerte dentro de la muerte misma!"

Pero no hay salida. Aquí el dolor de existir se vuelve indiscernible del dolor de la inexistencia, que forman dos caras de una misma moneda. 

Frente a la responsabilidad posible del deseo, ante los apremios y los riesgos de la vida, ante lo insustancial del sentido de lo humano cuando se lo atisba desde fuera, el sujeto se retira definitivamente. 

Una última vez, antes de concluir el relato, arriesga una postrera ensoñación de un amor posible, pero la arroja al aire como una pompa de jabón que al instante se desvanece. Se constata una vez más lo imposible de toda empresa humana. Y, sin más, la puesta del sol invita al paseante a retirarse, a desandar esa breve e insustancial travesía de la vida.